Todo buen fotógrafo que se precie guarda entre su workflow la necesidad imperiosa de salir a hacer fotos. Parece algo bastante simple, pero os aseguro que no lo es. Salir a hacer fotos no implica necesariamente traerse a casa buenas fotos. Salir a hacer fotos no es más que simplemente salir a hacer fotos, incluso aunque termines mandando directamente la totalidad de la sesión a la papelera. Es más, de ocurrir eso, te aseguro que habrá sido una de tus salidas más productivas. Habrás aprendido todo lo que no debes hacer para volver a repetir semejante atrocidad.
Recuerdo mi primera cámara digital. Como es evidente tambiĂ©n recuerdo mi primera cámara analĂłgica, pero para explayarme con lo que deseo no es necesario remontarme a tales fechas. La primera vez que vi al momento el resultado en pantalla de una captura digital pensĂ© que era brujerĂa. Una de las cosas que más me mataba de la fotografĂa analĂłgica era tener que esperar a gastar el carrete para asĂ aprovecharlo y luego llevarlo a revelar, aun a sabiendas de la pĂ©rdida de privacidad que llevarĂa siempre aquella práctica. La era digital eliminĂł esas dos horribles variables, tiempo y privacidad. Ganar en intimidad fue lo que me hizo poder desarrollar mi propio estilo. Nunca me hubiese sentido cĂłmodo en los años noventa mandando a revelar dos carretes de fotos de platos de comida. Es más, aun con las primeras cámaras digitales recibĂa ciertos reproches pĂşblicos cuando me apetecĂa fotografiar lo que comĂa, a pesar de que los mismos inquisidores del momento sean ahora los que son incapaces de comer paella o sushi sin subirlo a Instagram con un filtro de hace veinte años. Es justo ahĂ, tras la segunda generaciĂłn de la cámaras digitales, cuando la fotografĂa llegĂł a su cota máxima de grandeza, cuando las circunstancias supieron mantener alejados de este mundo a todos los que nunca merecieron formar parte de Ă©l.
La tecnologĂa, el iPhone, los smartphones o cualquier otra marca en concreto, llámalo como quieras, han democratizado la gilipollez del fotĂłgrafo, haciendo tan sencillo sacar una instantánea que ha terminado por crear la misma sensaciĂłn plomiza que se vivĂa con la era analĂłgica. Compramos dispositivos mĂłviles de más de mil euros para hacer fotos como en los años noventa. Nos hemos vuelto todos gilipollas. La fotografĂa ha terminado siendo algo que ofrecer en forma de cursillo por niveles en las marquesinas de los autobuses.
En aquella Ă©poca que mencionĂ© antes, durante aquel cĂ©nit perverso de pasiĂłn digital que no nos avisĂł de que jamás volverĂa, las mejores escuelas de fotografĂa eran nuestras propias azoteas. Eran los descampados, las terrazas, los edificios abandonados o las cornisas de los puentes. Ahora son los cursos, los diplomas, los tĂtulos, los seminarios, los manuales, las matrĂculas y sobre todo las tonterĂas. El acceso sencillo a golpe de click nos ha desplazado tanto de lo que fuimos que a veces no soy capaz de reconocerme haciendo fotitos con el puto iPhone de los cojones. AhĂ, como un mongolo más, mirando a travĂ©s del telĂ©fono un plato de gambas, un paso de Semana Santa o un cielo nuboso de esos que aparecen como si fuesen un regalo inesperado. Ya no aguantaba más. Y reventĂ©.
Fue durante aquella tormenta nocturna, hace tan sĂłlo unos cuantos dĂas, cuando decidĂ volver a visitar la mejor escuela de fotografĂa, una azotea, la tuya, la mĂa, la que sea, ahora sĂ, dejando el iPhone en mi casa. No cogĂ un rayo, ni uno solo y mira que me lo pusieron fácil. Me estaba mojando, era noche cerrada y la maquinaria de los ascensores siguen dando los mismos sustos que venĂan dando toda la vida. No me llevĂ© ni el trĂpode. Una cámara, un abrigo con capucha y una linterna para forzarle el enfoque en las condiciones más oscuras de todas. Nada más. No saquĂ© nada reseñable. La mayorĂa de los disparos fueron directamente a la basura. Un autĂ©ntico desastre. Y justo por ello, fue sencillamente maravilloso. Una de las mejores Ăşltimas sesiones que he venido haciendo. Por eso mismo, porque no di pie con bola, porque allĂ arriba volvĂ a ser yo hace quince años en una jodida azotea, tomando fotos, con el agua calándome el alma. Fue durante esos momentos, apoyado en aquel murito mohoso de lĂquenes cuando pareciĂł no haber nadie en el mundo con un telĂ©fono mĂłvil subiendo fotitos a Instagram. Ni a Facebook. Ni a su puta madre.
Nunca perdamos la antigua gran costumbre de no salir de casa sin una buena cámara en condiciones. Hagámoslo por nosotros mismos, por recuperar lo que un dĂa fuimos, por no dejarnos enterrar entre tanta red social, entre los estados de WhatsApp o las Stories de Instagram. Y sobre todo, entre los vergonzosos selfies con caritas de perros. Que le den por culo al iPhone.
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FotografĂa
mayo 10, 2018
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